A veces asisto a alguna invitación social. No lo hago por obligación, el interés es personal. Cuando llevo mucho tiempo aislado de mis semejantes, los echo en falta, me vuelvo huraño, entrándome terribles ganas de vestirme con pieles a lo Pedro Picapiedra.
La última vez me encontré en el interior de una gran casa con bonito jardín y un nutrido número de personas de los tres sexos. En un corrillo de hombres, copas en mano, hablaban de futbol; pasé de largo. En otro corrillo mezcla de todos los sexos, la conversación giraba y giraba como una noria, sobre la gastronomía; oí, escuché, observé sus caras, observé sus gestos, los dejé noriando y proseguí mi solitario camino social.
Poco después, discretamente me uno a otro corrillo, esta vez de señoras; siempre es agradable la compañía de señoras. Hablaban sin más, pero con énfasis, de sus hijos e hijas. Ninguna de ellas los defendía, no les encontraban más que defectos, los descuartizaban con saña arrancándoles las entrañas con ferocidad, desmembrándolos sin piedad alguna. Todas asentían a las maldicientes frases de quien fuese la que hablase, identificándose plenamente con su salvaje odio. La conversación se intercalaba, —¿No sabéis la última de la mía?, os cuento —. Y daba comienzo otro nuevo y terrorífico episodio.
Me alejo preguntando al aire qué le ocurre a estas mujeres para hablar de este modo de sus hijos. El aire no me contesta, siento que se ríe de mí.

En un arranque de lucidez, poso mi vaso de agua con un par de hielos, disimulada como un gin-tonic, y su lugar es ocupado por una copa de vino ya que tengo la esperanza de camaleonarme entre ellos. Una mano cariñosamente me coge del brazo. Es la dueña de la casa, me conduce hacia un grupo diciéndome que tiene interés en presentarme a unos amigos. Cerca de la piscina, beben y hablan, hablan y beben, no precisamente agua.
Poco tiempo después, con habilidad y anécdotas intento derivar a los hablado-bebedores hacia una conversación menos cargada de frivolidad. Lo consigo. Durante unos minutos todo marchaba bien, el alcohol soltaba las lenguas paciendo a sus anchas por los prados del lenguaje, incluso alguna frase de dudoso ingenio nos salpicaba inflamándonos con una alcohólica carcajada.
De repente surgió por el norte el terrible monstruo del yoísmo — Porque yo… Pues yo… — haciendo estragos.
De repente surgió por el sur, el terrible monstruo del miísmo. — Porque a mí… Pues a mí… —. Los destructivos monstruos hicieron añicos mi intención de conducir con desenfado, pero de manera inteligente, la conversación.
El yoísmo y el miismo, me gruñían y enseñaban los dientes. A los demás les daban lametadas, le lamían el rostro y les hacían caricias y aún cosquillas con sus garras. Pero a mí me enseñaban los afilados dientes.
Si el tema es “las naranjas”, puede enfocarse la conversación desde las naranjas en el arte, su cultivo, comercialización, sus propiedades alimenticias, la cantidad de vitamina C que contienen, hasta las diferentes clases de naranjas y su comparación con otros cítricos. Pero cuando comienza él “A MÍ” no me gustan las naranjas, porque “YO” las naranjas no las pruebo y, el yo y el mí, el mí y el yo, aparecen, lo arruinan todo.
Los dejé sin decirles nada, pero a mis espaldas sentí sus opiniones, ¡Qué personaje curioso! ¡Además no viste ropa de marca! ¡Qué peculiar con esa chaqueta de pana de corte clásico!.
Pues sí, mi chaqueta tiene veinte años. El sastre que me la confeccionó se iba a jubilar, así que me hice dos iguales, esta la guardo para las ocasiones y la cuido como oro en paño. Afortunadamente no engordé demasiado.
Antes de marcharme, echo una última mirada a mi alrededor, y toda aquella gente, bien situada socialmente, de profesiones liberales unos y funcionarios de clase otros, en aquel estupendo jardín no parecen más que una particular mala fotocopia del criticado botellón, a lo fino, pero botellonazo.